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Roger Picard: El Romanticismo Social

Roger Picard: El Romanticismo Social

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Editorial: Fondo de Cultura Economica

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El romanticismo no se define, se siente.
Con estas palabras escritas en 1801 por Sébastien Mercier, se inicia el estudio que Roger Picard, profesor de la Universidad de París, añade a la bibliografía romántica como un nuevo caudal de referencias, de datos, de nuevos testimonios y enseñanzas, abandonando en su punto la discusión acerca de los caracteres distintivos del romanticismo y contentándose con hacer un claro resumen del estado actual de la cuestión, para emprender inmediatamente el examen de los frutos del romanticismo dentro de un terreno poco profundizado hasta ahora: el contenido social en la obra de los románticos.
Después de una primera parte dedicada al estudio del Romanticismo social en su estricto sentido, Picard ha trazado dentro de su libro dos grandes líneas paralelas en que las figuras se ordenan en contraposición simétrica, influyéndose unas a otras desde sus distintos campos de acción: El pensamiento social de los escritores románticos y El romanticismo de los pensadores sociales.
Picard no ha omitido un solo nombre importante ni ha dejado sin examinar una obra significativa. Junto a los nombres célebres de Lamartine, Vigny, Victor Hugo y George Sand, que llevaron la poesía, el teatro y la novela a las más altas cimas de la expresión romántica, aparecen otros menos conocidos, los de Michel de Bourges, de Pierre Leroux, de La Mennais y de Bëranger, que fueron la plataforma ideológica que dió a la obra de los románticos su profunda validez humana, su total adhesión a los problemas sociales, haciéndoles emprender la tarea de reivindicar a los humildes, a los proscritos, a los miserables.
Tan apasionantes como las de los literatos resultan las imágenes de los filósofos, de los historiadores románticos. Los pensadores sociales, autores de sistemas y de iglesias, habitantes de Utopía que parecen ideados por los poetas: Saint-Simon, Fourier, Enfantin y su corte de profetas menores: Cabet, Considérant, Jupille, Tourreil, Journet y aquel prodigioso Ganneau, que para evitar el problema de la sacerdotisa, insoluble para enfantin, se proclamó a sí mismo sacerdote integral, Mapah, padre y madre del género humano.
Tampoco faltan, los rasgos de una nueva y peculiarísima estética socialista que tuvo su pléyade de obreros poetas, cantores del trabajo y de la miseria proletaria -Lachambeaudie, Vincard, Lapointe, que surgieron a la sombra de los grandes nombres tutelares. Y en nuevo paralelismo, el ejército feminista que reclutó sus primeros partidarios entre las lectoras de Sand, de Lamartine y de Hugo. Jóvenes iluminadas, de pura inspiración romántica, que se equivocaron casi siempre, pero que, como Anaïs Ségalas, Flora Tristan y Aglaë Saint-HIlaire, promovieron una rectificación en la estructura social, al proponerse librar a las mujeres de su yugo secular.
Y en torno a los personajes de esta gran época de Francia, se siente alentar y conmoverse al pueblo, oscuro e informe, que dió materia y vida a esta revolución intelectual y que fué, en fin de cuentas, el venero de todos los afluentes del torrente Victor Hugo, que derramó su inspiración inagotable a lo largo del ochocientos, que dominó el panorama romántico con sus grandiosos ademanes, desde la altura de su vejez gloriosa, convertido ya en la epopeya de sí mismo.

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